25 marzo 2013

y ellos se entendían


Con menos de media lengua, los niños dialogaban, no sé como decir de su asunto tan privado, entablado de buenas a primeras un poco alejados de nosotros, padres y abuelos. 
La casa del CHE nos mostraba varios años de nuestro mártir santafesino, sucedidos bajo las paredes de la construcción cordobesa. Mi mente volaba a tales tiempos donde "el chancho", tal era su apodo, degustaba sus primeras proezas guerreras cascotes en mano, amoríos adolescentes y juegos de rugby más adelante, ante la mirada atenta de aquella buena dama que lo mimaba, más que cuidarlo, una especie de "nana" que lo acompañaría hasta que Ernesto con edad suficiente se fue buscando aventuras. 
Me emocionaron las fotos de los amigos dilectos del libertario, Fidel y Chávez, en un cuarto donde las baldosas parecían vibrar por la energía heredada. Las réplicas de cada cosa que hubo en el chalet, incluso la moto y la bicicleta, un sin fin de elementos para alimentar el homenaje de los visitantes, algunos muy turistas y otros con algún compromiso en el alma. 
Mientras tanto yo miraba a la parejita, sorprendidos uno del otro, imaginé a Ernestito intentando desde su infancia recuperarse del asma que lo aquejaba y que jamás lo abandonó. Supuse en la revisión influenciada por mi primera vez en Alta Gracia y en este sitio, que la selva boliviana habría acentuado su dolencia, aunque eso no bastó para detener su marcha hacia la gloria, o su paso a la eternidad. Terrible paradoja de una historia que no premiará jamás la indiferencia de los mismos sojuzgados sociales, de una patria que no era la suya.  
Mi filosofía interna, muy de adentro, contrastaba con ellos, los pibitos que se miraban directo a los ojos, que jugaron en una explanada en pendiente y corretearon hasta que la damita acudió al llamado de sus padres.
Me quedé con esa postal de tal inocencia que aún pueden vivir los críos de esta parte del mundo. Hubiese querido medir qué tanto de responsabilidad tuvo la valentía y la entrega de muchos muertos, para que hoy no tengamos en las calles la engañosa tranquilidad de los tanques y los fusiles, como quisieran los iluminados que nunca desaparecen.  
Un día aclarará con la intensidad deseada y ya no tendremos que repetir consignas ni sentir que un proceso vigilante y atroz, pende con sus espadas sobre las cabezas de nadie.
                                                                                                   José López Romero   

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